miércoles, 29 de abril de 2015

Olmedo: reivindicación, rechazo y reivindicación otra vez (parte 1)


Cuatro asalariados cansados

Borges decía que un escritor (un artista) debe aprovechar todo lo que le es dado en beneficio de su obra. La desdicha, la enfermedad, las incomodidades de la pobreza, los “comunes casos de toda suerte humana” deben ser la materia de la creación artística.
Alberto Olmedo supo hacer esto.
Guiado por la intuición antes que por el estudio, creo una galería de personajes nacidos de su propio trayecto por la miseria. Los mas notables son aquellos que exhiben los  patetismos y arbitrariedades que sufre cualquier empleado en relación de dependencia.

Pérez es el oficinista de bigote cansado que para conseguir un ascenso no duda en cortejar a su jefe, e incluso renuncia a su calidad de vida y a la de su familia para lograr su objetivo. Hay en esto una paradoja irracional: Pérez le regala a su jefe los muebles, los electrodomésticos, la casa toda, a cambio de una prometida gerencia que nunca llega. El ascenso social le importa destruir su calidad de vida, aquella que quiere mejorar alcanzando el nuevo puesto ¿O es que Pérez tan solo quiere ser gerente para sentir el poder? -¿Cómo recibiría a unos empleados que le piden aumento? lo evalúa su jefe –¡Atrás! ¡atrás!,  ensaya Pérez su despotismo. El trabajo ya no es solo un medio de subsistencia, es una carrera por el poder, aunque este sea modesto y se limite a las paredes de una empresa. La clase media sabe de que se trata esto: la lucha por una especie de Lebensraum laboral, actuando incluso contra los compañeros de infortunio. La salida individual.

Pérez, gracias a olmedo, no es un hombre eufórico. Sus modales son mas bien los de un sujeto entregado, no solo ante el jefe, sino ante la propia esposa, que cuando se queja de las incomodidades recibe un conformista “y bueno, tené paciencia, siempre que llovió paro”. Es un acierto que Pérez, el oficinista de traje y corbata, en la intimidad de su hogar solo se quite el saco pero no la corbata para cubrirse con una manta al modo de los mendigos, y se caliente al fuego de un brasero colocado en el centro de su living: Pérez sabe que, en el fondo, mas allá de su cuello blanco, no es mas que un desharrapado transitoriamente a resguardo, un proletario prescindible como todos; y que su situación es tan voluble y tan frágil como la de cualquier trabajador. Pérez se arrastra miserablemente, sabe que ese es el juego, e íntimamente sabe que va a perder siempre.
Olmedo, como Pérez, había probado el sabor de la pobreza y entendido que lo que se gana hoy se pierde mañana. Sabía que de ayudante de carnicero podía pasar a obrero calificado en una imprenta, pero también, que podía descender a tiracables. Esa aceptación de la deriva constante se transmuta en la mirada cansina de Pérez, en el aplomo de sus palabras, en la mueca triste de su boca.

Varios escalones por debajo de Pérez esta Rogelio Roldan, el eterno cadete al servicio de un dictadorzuelo que hace las veces de jefe. En los primeros capítulos, el personaje interpretado por Vicente La Russa tenía acento y apellido nacional, pero en una sagaz vuelta de tuerca, le fue otorgado nombre y acento alemán, lo que desde luego lo hizo mas temible y despótico. Roldan, que también acata sin mas su destino de superexplotado, trabaja de 0 a 24, recibe un sueldo irrisoriamente bajo y es maltratado físicamente por su dictador-jefe. Como sucede con los líderes fascistas, Herr Holss no solo quiere que su empleaducho le tema, también quiere que lo admire: le cuenta estúpidos chistes y espera la risa complaciente de Roldan, cuya supervivencia entonces no solo será hija del obedecimiento sino también de la obsecuencia. Cuando Roldan, en un sollozo, le confiesa que por culpa de estar siempre en el trabajo su mujer ha conseguido otro padre para sus hijos, el dictador lo consuela diciéndole que debería sentirse contento de que otro hombre lo ayude en la casa: convencer al dominado de lo saludable que son las consecuencias de la dominación es otro rasgo de los totalitarismos.
El semblante de Roldan también es de un entregado que repite mecánicamente su denigrante rutina, pero a diferencia de Pérez, ni siquiera hace esfuerzos por cambiar de escalafón. Simplemente se deja apalear y cumple con su función, hasta el punto de tener una existencia mas acorde con lo vegetal que con lo humano.

De otro estilo distinto es la explotación del peón cordobés que asiste al contratista interpretado por Eddie Pequenino. También se trata de una relación entre un jefe despótico y un empleado sumiso, pero con un condimento xenófobo. El experto italiano habla sin parar y da explicaciones técnicas en un difuso cocoliche. Estamos en presencia del  típico “inyenieri” hijo de la posguerra. El ayudante provinciano, en cambio, permanece en el mutismo mas absoluto, y solo abre la boca para traducir, con la verba sintética del criollo, la larguísima perorata del industrioso itálico. Vemos aquí representada una de las herramientas mas utilizadas por los emigrantes de todo tipo: el silencio. Llegado a una provincia o a un país que no es el suyo, el trabajador humilde se parapeta en el ostracismo, temiendo abrir la boca y equivocarse en el idioma y en lo que opina, porque sabe, con lucidez y amargura, que está jugando de visitante, y que cualquier desliz se le cobrara con la expulsión del trabajo primero, y con la expulsión del país después. Se calla no porque no tiene nada que decir, sino porque lo que tiene para decir es mucho y es malo. Se trata de un doble yugo: ser trabajador y ser expatriado.

El cordobés de Olmedo, además de traducir, atina de vez en cuando a expresar su desdicha por el desarraigo. Cada vez que el italiano menciona a Córdoba, el peón llora por lo que perdió. El italiano lo consuela, porque no olvida que él también ha sido, una vez, un desarraigado. Pero ese recuerdo no le impide hacer ahora lo que antes hicieron con él. Cuando el cliente le pide que inicie las reparaciones del caso, él se enoja y con horror aclara que es contratista, y que el operario es el otro, lo que equivale a decir: “yo no me engraso mas las manos, ni cumplo mas órdenes. Ahora hago que otros se engrasen las manos cumpliendo las ordenes que yo les doy. Ahora soy patrón. Mis instrumentos son la persuasión, el verso, la labia para demostrar que proveo un servicio necesario”. Para rematar, mientras el dócil provinciano encara el trabajo, el contratista, en una confesión al cliente, dice: “estos cabecita negra complicano tuto”. El explotado se convirtió en explotador y lo exhibe como credencial que reafirma la aceptación del país que lo acogió.

Olmedo fue también un cabecita negra. Un rosarino pobre llegado a la capital, que buscaba su lugar en la televisión pero mientras tanto debía trabajar de empleado raso donde fuera,  pernoctar en deprimentes pensiones, comer poco y extrañar a su familia. Todo eso, sin embargo, no logro hacerle abandonar sus aspiraciones. Como el parco cordobés cuando descolgaba su bolso antes de empezar a trabajar, le hizo un corte de mangas a la adversidad.

Además del muestrario de trabajadores denigrados, tenemos en algunos sketchs de Olmedo ejemplos de otro tipo de miserias, aquellas que tienen que ver con la chapuza y la estafa.
El manosanta, por ejemplo, es un estafador de bajísima catadura moral, porque roba y abusa aprovechándose del sufrimiento ajeno y de la asimetría de poder que genera imponiéndose como una especie de semidiós sobre la tierra; reforzando sus propias destrezas con amuletos absurdos, escenografías patéticas y vestimentas ridículas. Se da en él una mixtura entre el empleado Pérez que quiere ganar ascensos y poder, y el contratista italiano que ha pasado de ser explotado a explotador: recordemos que los orígenes del manosanta hay que rastrearlos en Capeletti, un empleado de poca monta que es traicionado por su compañero de trabajo y echado por su jefe. Luego, intenta reinsertarse en el mundo laboral sin suerte, hasta que toma el atajo fácil: para dejar de ser un maltratado social, se convierte en maltratador profesional.
Otro ejemplo de miserabilidad es el dictador de Costa Pobre, que comanda un país brutalmente grotesco basándose en sus caprichos irracionales y en un poder omnímodo. Costa Pobre es un conglomerado de ridiculez y berreteada. Su ministro de educación es analfabeto, los trajes de los ministros oscilan entre el uniforme militar y la ropa de linyera, y el busto del prócer histórico mas importante tiene unas bananas a modo de peluca.


Todos estos logros de Olmedo conviven con otros sketchs donde hay altísimas dosis de homofobia, misoginia, cosificación de la mujer, jactancia del abuso de menores, relativización de la violencia de género y festejo del proxenetismo.
Una primera explicación puede remitirse a la época: ese humor no era mas retrogrado que la sociedad que lo pario. Todo lo que se avanzó después en cuanto a igualdad de género y libertades individuales era en ese entonces aún lejano. Recordemos que recién en 1987, época de oro del programa de Olmedo, se había podido aprobar la ley de divorcio vincular. Pero el contexto histórico no justifica aquellas barbaridades, solamente da una explicación tentativa al porqué de su utilización impune y recurrente. Todos esos recursos eran utilizables porque no estaban penalizados culturalmente tal como lo están hoy. La naturaleza humana es siempre la misma, pero los avances sociales hacen que la parte mas negativa de nosotros mismos tenga cada vez menos canales de expresión.
Los homosexuales eran representados estereotipadamente y de modo grotesco, ampuloso, desmedido. Esto puede justificarse concediendo que, en un programa de humor, todos los personajes tienden a ser caricaturas. Los jefes explotadores de los que hablamos también eran estereotipos llevados al extremo, al igual que los empleados explotados. Lo que no tiene justificación es la valoración peyorativa que se hacía de la homosexualidad. Casi siempre los gays eran personas que parecían querer imponer su orientación sexual  a los  heterosexuales de  modo persecutorio. Por eso, los “normales” escapaban aterrorizados de los gays como si fuesen vampiros. Cada vez que Borges aflautaba la voz y torcía la muñeca, Álvarez se tapaba como quien ve  a una persona resfriada estornudándole en la cara.

La mujer era, sin lugar a dudas, la que llevaba la peor parte. La actuación femenina en esos programas estaba limitada a lo ornamental, y en el mejor de los casos, a dar el pie para que las figuras principales –siempre hombres, por supuesto- hicieran su gracia. Los hombres para el humor y el carisma, y las mujeres para mostrar el culo y las tetas. Esa era la síntesis. Pensemos en lo alejado que esta eso de programas como los de Gasalla, Cha Cha Cha o Cualca, donde las chicas están en plena igualdad con los hombres para hacer reír. No es casual que mas de diez años después, cuando ya el género humorístico se había democratizado bastante, Hugo Sofovich insistiera con aquella formula sexista en “rompeportones” - con la tibia inclusión de Ana Acosta haciendo algún que otro numerito-. El lugar común que sostiene que las mujeres no son tan graciosas como los hombres es una falacia. Lo que hay –o lo que hubo- es un monopolio de los hombres en todas las actividades, incluso en la comedia. Las mujeres no pueden hacer chistes porque no las dejan.
Esa cosificación de la mujer en el funcionamiento del programa se daba también a nivel discursivo. Siempre el chiste hacia ellas tenía el mismo contenido, solo cambiaba la forma. En sus actuaciones, Olmedo no se cansaba de tratar a las mujeres como prostitutas a las que solo había que ponerle precio para acceder a sus vaginas. Todo eso condimentado con apoyadas, manoseos y tocadas de culo. En el sketch de Álvarez y Borges, Silvia Pérez era apoyada por Olmedo y Portales, al igual que Divina Gloria. En el sketch del manosanta, toda mujer apetecible que entraba a escena era santificada con el pene del curandero en los fondos del consultorio. Y así por el estilo.

Pero eso no era lo peor. Lo mas denigrante fueron los chistes basados en la trata de personas. Hoy parece increíble, pero se utilizaba como recurso humorístico el decir que Olmedo era un proxeneta. En un capítulo de Álvarez y Borges, por ejemplo, Olmedo recibe a varias chicas jóvenes y hermosas y les dice que vuelvan por la noche a su casa, para hacer unas pruebas de modelaje. Luego, Portales cita como al pasar una noticia en el diario sobre un prostíbulo abierto en la misma dirección de la casa de Olmedo. Las risas estallan, a todos les parece gracioso que Borges sea un delincuente encubierto.
La trata de personas implica secuestrar mujeres, mantenerlas cautivas, someterlas a torturas y  violaciones periódicas, y en muchos casos, finalmente aniquilarlas. Entonces, ¿a alguien le daría gracia un chiste en el cual se descubre que Olmedo, o quien sea, es en realidad miembro de un grupo de tareas y tiene varios desaparecidos en su haber? Es exactamente lo mismo.
Esa clase de humor no solo denota menosprecio por las víctimas y relativización de un delito gravísimo, sino también una profunda falta de creatividad. Se puede hacer humor con todo, pero toda gracia implica una toma de partido por el opresor o por la víctima. Esta clase de chistes, sin lugar a dudas, festejaba al victimario y se burlaba de los sufrientes.


Algunos párrafos atrás, sugerimos que Olmedo interpreto bien a los explotados laborales porque el mismo fue uno de ellos, y supo crear a partir de su propia historia. No podríamos sostener lo mismo para este aspecto que tratamos ahora. Las referencias biográficas sobre la vida personal de Olmedo no lo muestran como a un rígido patriarca  o un machista confeso que hacía con las mujeres lo mismo que sus personajes. Los que lo conocieron han contado que era un hombre cortes con el sexo opuesto, amable, incapaz de maltrato físico o psicológico. Terminados los sketchs donde proliferaban los manotazos y los simulacros de ahorcamiento, pedía perdón a sus actrices y se preocupaba por no haberlas dañado en serio.
En una comunidad artística en la que abundan los personajes conflictivos, Olmedo tiene el mérito de no haber sido manchado nunca por escándalos de ese tipo. Es difícil, sino imposible, encontrar un colega que hable mal de él, o alguien que revele alguna trapisonda de algún tipo en la que haya participado. No hay ningún hecho resonante en el que haya estado involucrado, a excepción quizás de la separación momentánea de Nancy herrera y el distanciamiento de Cacho Fontana por ese mismo motivo, pero es un suceso casi trivial si lo comparamos con los casos de actores que han sido denunciados por sus mujeres como golpeadores, o los que han frecuentado a las dictaduras de turno, o los que estuvieron enredados en estafas y corrupciones. El único escándalo público de Olmedo fue su propia muerte. Aparte de eso, su vida privada era sencilla y silenciosa. Se había recuperado con creces de su situación económica humilde, pero eso no le impidió vivir de manera muy poco ostentosa. En el cenit de su carrera, vivía en un departamento común y corriente del barrio sur de la capital, frecuentaba a los mismos amigos de sus épocas de pobre y comía en los mismos lugares de siempre.


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