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| Ignacio Fuentes llama al intendente. Burt Wilson llama al ejército. Piden ayuda por el lado equivocado. | 
Se sabe que los niños son especialmente repetitivos en
sus gustos. Cuando yo era chico, les pedía a mis padres que me alquilaran la
misma película una y otra vez. Tenía algunas favoritas, casi como
fetiches.  Naturalmente, la mayoría eran
mediocres o francamente malas.
 Hablare de dos que,
sin embargo,  tienen su interés. Ninguna de
ellas estaba disponible en el videoclub del barrio, lo que las hacia aún más
deseables. En aquellos años, la inexistencia de internet favorecía un lento y
sinuoso recorrido entre el deseo y la concreción. Yo debía conformarme con
esperar a que la exigua televisión de esos años se decidiese a emitir mis películas.
La espera no tenía plazos.
 Cuando me enteraba
de la inminente transmisión, contaba los minutos impacientemente, como si un
acontecimiento capital estuviese por sucederme. Luego, me zambullía en la
trama, y ni las ridículas pautas publicitarias de ese entonces lograban romper
el hechizo del cine. Dos horas más tarde, emergía obnubilado como un buzo que
sale del fondo del océano.
Esto me pasaba, a los 6 años, cuando veía “el regreso de
los muertos vivos”. 
Desde hace un tiempo que las historias de zombies abundan
impunemente  en la pantalla. El tema se
consolido como un sub genero dentro del ya de por si alicaído género de terror,
que en cuarenta años apenas ha dado una docena de películas decentes. Hay que
aclarar, sin embargo, que estos últimos intentos por reflotar a los muertos
vivientes están lejos, muy lejos de las películas iniciales. 
El año 1968, George Romero filmo la primera de todas, que
resume con ojo crítico aquellos  años de
muerte  y destrucción. Por citar algunas
lindezas de la época, recordemos que la guerra de Vietnam estaba en su apogeo,
y que los reclamos de las minorías raciales norteamericanas todavía eran
perseguidos:  Malcom X y Luther King
habían sido asesinados recientemente. 
Por su parte, El amanecer de los muertos - de 1979,
también de Romero- intentaba una satirización del consumo desenfrenado. A pesar
de ciertas monotonías, son memorables las escenas que muestran a los zombies  girando sin sentido alrededor de las vidrieras
y las góndolas de un shopping mall, como si fuesen consumidores en víspera de
fin de año.
El buen cine de terror lleva siempre implícito algo mas:
una crítica social, una advertencia hacia el uso descontrolado de cierta
tecnología, una glosa lapidaria sobre la condición humana. 
Recordemos esto para entender lo que viene.
La mejor versión, a mi entender, es aquella que yo
esperaba impaciente sentado frente a la pantalla de un noblex de cinco canales
en las postrimerías del alfonsinismo. Fue la primera que  no había nacido del creador del asunto. Dan O´
Bannon era un director de renombre cuando filmo  “el regreso de los muertos vivos” en 1984. Ya
había hecho, a fines de los 70, otro buen ejemplo de cine de terror social: Alien
- también como los muertos vivos, despedazada en sucesivas remakes y secuelas-.
La diferencia sustancial entre la versión del señor  O´Bannon  y las que hizo el señor Romero es que en estas
nunca se explica por qué el mundo se llenó de zombies. Los muertos ya están
allí cuando llegamos al cine. En cambio, “el regreso” es la primera  y única versión que da una explicación
creativa y plausible al asunto.
 Resumamos. Allá
por los años 60, la compañía química Darrow había diseñado una sustancia, que
por error, se derramo en la morgue de un hospital, y provoco la resurrección de
los muertos allí archivados. El ejercito de los Estados Unidos, que como
sabemos tiene experiencia en la manipulación de cadáveres, fue allí, capturo a
los muertos insubordinados y los metió en unos tambores de color verde oscuro
parecidos a los tachos de basura que solía utilizar Manliba. Por un error
administrativo, algunos de esos tachos fueron enviados a Uneeda, una
distribuidora de productos médicos en Louisville, Kentucky, y a causa de la
imprudencia del gerente del lugar, un tacho se abrió, la sustancia revivió a un
muerto, hubo que atraparlo y hubo que destruirlo. Al dueño del establecimiento
no se le ocurrió mejor idea que incinerarlo. La mala noticia es que el humo esparció
la sustancia química por los alrededores. Y a lado del crematorio, como suele
suceder, había un cementerio. De ahí en más la hecatombe. 
Es decir: nada que ver con el sinsentido de “the walking
dead”, mas que una serie, un videojuego cuyo único posible atractivo son las situaciones
de peligro que los zombies le generan a los vivos de tanto en tanto. (Del
conflicto humano no vale la pena rescatar nada, porque no lo hay: es puro ripio,
desparramado  por ahí usando el mismo
mecanismo disparador de curiosidad que toda la catarata de series actuales
activan en el espectador cautivo, para que este sienta la compulsión de seguir
el próximo capítulo “a ver que paso”)
Esa era una de mis películas favoritas. La otra era “no
habrá mas penas ni olvido”. El libro de Soriano que da argumento a la película
de Héctor Olivera,  resume en un solo día
y en un pequeño pueblo perdido en la provincia de Buenos Aires lo que ocurrió
en tres años en todo el país. De 1973 a 1976, a saber: el peronismo vuelve al
poder después de 18 años de proscripción, el ala izquierda del movimiento es
desplazada arteramente por la derecha peronista de las módicas posiciones
gubernamentales que detenta legítimamente, la situación sube de voltaje, la
izquierda resiste, la derecha golpea con los peores recursos de que dispone; el
enfrentamiento mancha a todo el pueblo de sangre, mueren casi todos; y
finalmente, el ejército llega para imponer la paz de los cementerios. 
Desde luego, eso no resume  el conflicto de los años 70, pero si,
básicamente,  la pelea entre  los extremos del movimiento peronista. Basta
una sola, magistral imagen del film para sintetizarlo: uno de los militantes de
izquierda muere gritando viva Peron, mientras es baleado por un paramilitar que
grita viva Peron. 
Ya sé, no tiene nada que ver con los muertos vivos. Pero
sí. Tiene. Voy a explicar por qué. 
Antes,  voy a decir lo que ambas
películas me producían: me hacían sentir asediado, rodeado, sitiado  y aterrorizado. Hoy puedo entender por qué.
En primer lugar,
el conflicto. 
Ambas películas muestran el combate clásico, hasta
maniqueo, del bien contra el mal. Los bandos en pugna son muy distintos entre sí.
En un caso, los buenos están vivos y se defienden del ataque de los malos, que
están muertos y no tienen ningún reparo en comérselos. En el otro caso, los
buenos defienden su lugar  legítimamente
ganado, atacados sorpresivamente por los malos, que se apoyan en el poder de
las patotas, las torturas, los secuestros y el golpismo. Es cierto que en este
caso, los buenos deben dejar su pasividad y defenderse también violentamente,
pero no utilizan los mismos recursos horrorosos de los malos: ni la tortura, ni
el golpismo, ni las patotas de matones.  
Acabamos de usar la palabra horroroso: es un calificativo
que cuadra. En Louisville, los zombies son literalmente la muerte, los enemigos
de la vida. Su aspecto es horrible. Son cadáveres putrefactos, mutilados, con
sed de carne humana. En Colonia Vela, los malos, las patotas parapoliciales,
también son horribles. Así es como los llamaba Miguel Bonasso en aquellos años:
-“los horribles”. Porque no solo mataban enemigos. También los picaneaban, los
violaban, los prendían fuego, los dinamitaban y los desaparecían. Y no tenían
piedad ni atenuantes con nadie. El general José Millan-Astray ya se los había
proclamado 50 años antes: ¡viva la
muerte! Y Gabriel Ruiz de los Llanos, poeta 
glosador de las masacres ultraderechistas, no se los dejaba olvidar: 
“Que el fuego se
confunda con los gritos, los gritos con la noche, la noche con el humo, el humo
con el barrio, las llamas con las llamas.
Seamos el fuego.
El mundo sólo
recuerda lo brutal y lo grande.
Seamos esa
brutalidad y esa grandeza.”
Esa brutalidad y esa grandeza está clara en ambos casos.
Es la que hace que los malos sean muy difíciles de vencer:  Funes resiste con media docena de aliados y
un par de escopetas viejas frente a todo un destacamento policial, decenas de
torturadores, los líderes de la CGT y el intendente del partido. Burt Wilson,
sus empleados y amigos, y la pandilla de jóvenes punks que se parapeta en el depósito
no están en mejor posición: cientos, sino miles de muertos los rodean, muertos
que son indestructibles, frente a los cuales no pueden hacer nada.
La asimetría de fuerzas plantea el escenario. Los buenos
saben que tienen todas las de perder. No les queda mas remedio que
atrincherarse, resistir los ataques y evitar que los capturen. De aquí la
sensación asfixiante que produce el asedio. 
Tanto en la municipalidad de Colonia Vela, provincia de Buenos Aires,
como en el depósito de artículos médicos de Louisville, Kentucky, el espectador
esta sitiado. 
No obstante, como los vivos no quieren ser devorados por
los muertos, y  como los peronistas de la
tendencia no quieren ser desplazados del gobierno, sobreviene  un combate a todo o nada. Los malos no tienen
moral y los buenos solo tienen moral. Además, dijimos que los malos son
extremadamente fuertes: El resultado no puede ser otro que  la destrucción total. La escena final del combate
entre zombies y vivos muestra una nube de hongo formada por la bomba  que arrasa la ciudad. La escena final del
combate peronista es un plano detalle de todos y cada uno de los muertos que
quedaron tirados por ahí. Esta es una similitud amarga: en ninguno de los dos
casos hay un final feliz. Los protagonistas con los que habíamos sentido
empatía mueren. Los malos triunfan. Lo que dejan los finales de las películas
es la idea de que no se puede vencer al mal. 
(Yo, de chico, veía esto y no me gustaba. Mi paladar
infantil no estaba acostumbrado a las derrotas. No quería creer que Burt
Wilson, tan vivaz como era, había muerto. No quería aceptar la imagen de Funes
–Luppi- muerto en la tortura.  Luppi siempre
era el bueno en las películas de mi 
niñez, y siempre perdía. En la Patagonia Rebelde era fusilado. En Tiempo
de Revancha sobrevivía, pero se automutilaba la lengua, en una escena difícil
de tragar para un niño de 6 años – ¿se
murió después de eso? ¿Pudo volver a hablar?  Les preguntaba a mis padres, como buscando que
me tranquilizaran o me mintieran sobre lo obvio de la situación-. En Plata
Dulce, se dejaba engañar y terminaba preso por delitos que cometían otros. En El
Arreglo, peor todavía. Luppi iba preso otra vez. Pero en esta, además, era
pobre y era honrado.  Luppi tenía bigotes
negros y pelo blanco, como mi papa en esos años. Luppi siempre era el héroe. Mi
papa, -como pasa a esa edad- seguramente también era mi héroe. Y si los héroes
perdían siempre,  a mí no me quedaba mas
remedio que angustiarme por lo injusto que era el mundo)
 En las dos
películas, el combate queda subsumido en otro hecho de violencia mayor, que lo
anula y supera. Primero el combate entre horribles y resistentes. Esa es la
trama, esas son las fuerzas en pugna. Pero al final de la historia aparece una
fuerza superior a las otras dos, que las encapsula y las fagocita, como si
fuera una mamuschka. Una fuerza que hasta ese momento estaba fuera de
cuadro,  borrosa,  expectantemente pasiva, pero que cuando
considera que los dos bandos hicieron mas de lo permitido, entra en acción,
como una suerte de dios destructor.
 Esta entidad es el
ejército.
 En Estados Unidos,
cuando a los vivos el combate contra los zombies se les va de las manos y se
vuelve inmanejable, la solución final que dispone el ejército es el
aniquilamiento total. Tiran una bomba 
sobre la zona afectada y listo. Los zombies no se salvan, pero tampoco
los vivos. El coronel encargado del bombardeo reporta a su jefe: “no se preocupe, todo está bajo control. Las
bajas han sido pocas, no más de 4000”. Los que inconscientemente abrieron
el primer tambor y revivieron al primer cadáver han muerto. Los que lo cremaron
queriendo solucionar el problema, murieron. También murieron los que ni
siquiera estaban en el depósito. Tal como le hubiese gustado a Ibérico Saint
Jean, han muerto hasta los indiferentes y los tibios.
En Argentina, cuando la luz del nuevo amanecer ilumina
los despojos del combate, un vecino de Colonia Vela le comenta a otro: -“parece que viene el ejército”  – ¿el ejército? Dice con optimismo. - ¡entonces estamos salvados!  La película no muestra unimogs llegando por la
ruta ni soldados tomando la ciudad, pero no hace falta. Eso ya lo mostro la
realidad. El dios destructor apareció, disfrazándose de salvador. Su accionar
tuvo el mismo resultado que la bomba sobre Louisville. La mamuschka estaba
cerrada. 
No podemos dejar de tocar, llegados a este punto, un
asunto incómodo.  Dijimos que los malos
se diferenciaban de los buenos porque usaban otros métodos y tenían otros
objetivos. Dijimos también que la violencia final que barre con todo es
infinitamente mas profunda, ilimitada y sanguinaria (mas aséptica, también: es
un tipo apretando un botón que activa una bomba, o un sistema represivo
organizado burocráticamente). Con lo cual, no podemos equiparar a todos con
todos. 
Utilizamos la metáfora de una mamuschka para describir a
la violencia fortísima del ejército, que encapsulaba a las violencias iniciales
de la trama. Como todos sabemos, la característica de una mamuschka es que
todas las muñecas que la componen tienen la misma forma, por eso pueden caber
unas dentro de otras.  Entonces, tenemos
que reconocer que  algo del orden de los
buenos debe parecerse, en algún punto, al orden de los malos. Es amargo hacer
ese descubrimiento.
   Subrayemos: no
son todos iguales. No es lo mismo la violencia defensiva que la violencia del
atacante, no son iguales las responsabilidades de los que deben cuidar a la
población, que las responsabilidades de la población misma. Pero si los que se
defienden  deciden jugar el juego, llega
un punto en el cual no hay retorno.  Burt
Wilson quería solucionar el problema del cadáver suelto. Sin quererlo provoco
que mil muertos mas salieran de sus tumbas. Ignacio fuentes quería defender sus
ideales atacados por la violencia del poder. Sin quererlo alimento una espiral
de violencia cada vez mas lacerante. En ambos casos sucede que termina ganando
el que pega mas fuerte. Y antes dijimos que la fuerza numérica estaba del lado
del mal. 
¿Había otra alternativa? ¿Wilson hubiera podido avisar al
ejército antes, cuando se escapó el primer cadáver? ¿Fuentes hubiera podido
renunciar y resistir en la clandestinidad, 
haciendo política en vez de agarrarse a los tiros? ¿Las cosas hubiesen
resultado menos cruentas de esta manera? No se sabe. No importa. Salieron mal.
Muy mal.
Enrique Symns observo que,  muchas veces,  nunca se juzga la participación de la víctima
en su propia destrucción. 
En segundo lugar,
el tiempo.
 Antes de comenzar,
ambas películas nos advierten que estamos en presencia de hechos reales, que de
verdad ocurrieron. “El regreso de los muertos vivos” abre con una placa que
dice: “los eventos reproducidos en este film son reales. Los nombres son
nombres reales de personas existentes y organizaciones existentes”.  En “no habrá mas penas ni olvido”,  lo mismo: “la acción transcurre en una indeterminada
provincia argentina durante el otoño del 74”. Por lo general las películas
empiezan con un cartel que dice todo lo contrario: “los nombres han sido
cambiados”, “esto está basado en hechos reales” (con lo cual se entiende
tácitamente que la película está por fuera de esa realidad), etc. Acá no.  La ficción quiere avisarnos que no es
ficción. Quiere rebalsar la pantalla. Sentimos miedo.
El transcurso de la historia, en las dos películas, va
del día a la noche; de la vida a la muerte. No por repetitiva la semejanza deja
de ser efectiva. Es de día cuando en Colonia Vela aún no ha sonado un tiro  y don Ignacio Fuentes es todavía un amable
delegado municipal. Es de día en Louisville cuando los empleados de Uneeda
bromean y trabajan, y los muertos bien muertos siguen estando. 
Pero a medida que llega la noche, el conflicto se va
urdiendo; y cuanto mas tarde se hace, mas sangre corre. El primer tiroteo entre
Fuentes y la policía es a la hora de la siesta, 
y comparado con lo que vendrá es un cortés intercambio de balas entre
las risas de los combatientes. Con la proximidad del ocaso llegan los refuerzos
parapoliciales y  el nuevo
enfrentamiento, que trae el primer punto de no retorno: la primera víctima. Ya
no hay motivos de risa. En Louisville, lo mismo: ya ha oscurecido cuando Burt
Wilson regresa al depósito para tratar de resolver el problema que le han
creado sus dos empleados.  En rigor de
verdad, solo vemos la luz del día al inicio de la película, cuando la mayor
parte de los protagonistas todavía no han llegado al lugar donde serán
exterminados. Toda la demencial catástrofe posterior se da exclusivamente de
noche. La noche es el territorio de los muertos.  
Adentrados en ese territorio negro, es interesante
mencionar que la lluvia, en los dos relatos, marca un punto de giro fatal.
Cuando empieza a llover sobre Louisville, los muertos del cementerio salen de
sus tumbas. El efecto destructivo se multiplica. Cuando empieza a llover sobre
Colonia Vela, los líderes de la resistencia son capturados y el movimiento es
neutralizado. La lluvia, que por lo general en la simbología cinematográfica se
asocia con el agua, la purificación y lo divino, en este caso simboliza lo
nefasto, el diluvio.  El inicio del
final.
Dijimos que el camino de las historias iba desde el día
–vida- hasta la noche –muerte-. Y después de la noche, vuelve el día, pero ya
no es el mismo. Es un nuevo comienzo del ciclo, sí. Pero auspiciado por el dios
destructor.  El amanecer de Louisville es
un amanecer nuclear: la bomba que tira el ejército  viene con el sol naciente. Los militares que
se acercan a Colonia Vela, también se acercan de mañana. Parafraseando a Crucis,
en ese corto amanecer,  el criminal
comenzaba el show de la violación.
Ya los hemos mencionado y algo hemos explicado sobre
ellos.  Notemos una cosa: los dos se han
convertido en líderes impulsados por las circunstancias. Antes de que estallara
el conflicto, es decir, durante el día, eran dos hombres ubicados por encima de
los otros en la jerarquía laboral, pero estaban lejos del liderazgo activo.
Burt Wilson (Clu Gulager) es el dueño del depósito donde ocurre todo. Es el
jefe. Ignacio Fuentes (Federico Luppi) es el delegado municipal de Colonia Vela.
Es el poder ejecutivo del pueblo, así que de alguna manera también es el jefe.
Cuando aún no son mas que eso, se los ve distendidos, amables. Burt Wilson,
antes de irse del trabajo, bromea con sus empleados, les sugiere que no demoren
el fin de la jornada, les desea feliz 4 de Julio. Ignacio Fuentes, en su
despacho, saluda amablemente a una empleada que se retira, conversa con el
secretario, muestra una sonrisa franca. Observemos una cosa: ambos están
vestidos, por ahora, “de oficina”: pantalón de vestir, camisa y corbata.  
Cuando se produce la transformación de jefe a líder,
cambian la actitud. Abandonan la distensión y la amabilidad. Dan órdenes y
hacen que los demás obedezcan. Imponen autoridad. Son consultados por los
otros.  Observemos algo más: cuando se
produce esta transformación, cambian de vestuario. Vemos a Burt Wilson irse de
camisa y corbata, con el saco en la mano. Vemos a Ignacio Fuentes de camisa y
corbata, todavía en su escritorio. Luego, el cadáver se escapa del tambor.
Luego, el golpe de estado comienza.  A
partir de ese hecho, tanto Wilson como Fuentes hacen lo mismo que hace Batman
cuando pasa de millonario a superhéroe: cambian de hábito. Se ponen algo que
los diferencie, que indique que son otros, y que están dispuestos a entrar en
acción. 
Entonces, Clu Gulager y Federico Luppi se ponen una
campera.
 Una campera
sencilla, color crema, de puños con elástico y cierre relámpago. Una campera
por encima de sus ropas de rutina, de sus ropas de civiles, porque a diferencia
de Batman ellos no son superhéroes, son apenas hombres, entonces no corresponde
que se cambien del todo. Cada uno parapetado en su trinchera que mas tarde se
cerrara como una trampa, comandando las fuerzas a sus órdenes, con el uniforme
de la resistencia.
La campera es un tema en sí mismo. Allá por los años 50, en
un mundo lleno de sacos, fue un icono de la rebeldía juvenil. Recordemos a
Elvis. Recordemos a Sandro, que decía que cuando se ponía saco se portaba como
si tuviese campera y cuando se ponía campera, como si tuviese saco.
Recordemos también, en otro orden de cosas, a Ubaldini,
otro líder, sindical en este caso, popularmente reconocido por la campera casi
arremangada y a medio cerrar.  Una imagen
icónica, que después otros sindicalistas intentaron copiar, como si teniendo el
amuleto adecuado se adquiriese el mismo poder de congregación - Moyano intento
con los chalecos, De Gennaro con las chombas-
(En los años 80, y en mi pequeño mundo infantil, usar
campera me parecía un acto de afirmación personal.  Puede que haya que atribuirlo a la influencia
de estas dos películas. Yo me ponía una campera tipo Adidas. No era color
crema, era azul, pero tenía cierre relámpago y puño con elástico. Con eso me
bastaba para revelarme contra el ridículo delantal a cuadrille que me imponía
el jardín de infantes.)
Después de los líderes, que por supuesto mueren,
mencionemos a sus seguidores. En especial, a los más próximos: a sus
lugartenientes, por así llamarlos. 
En el caso de Burt Wilson, tenemos a Frank, el gerente
del depósito. En el caso de Ignacio Fuentes, tenemos a Mateo Guastavino, su moroso
secretario. Ambos, Frank y Mateo, son fieles al jefe, están movidos por buenas
intenciones y parecen personas confiables. A pesar de ello, cometen un acto que
ayuda a catalizar el desastre. Frank es el que, por hacerse el bromista, libera
al primer muerto vivo. Mateo, por su parte, confiesa a sus captores que al
contrario de lo que ellos suponen, Fuentes está vivo. No interesa cuestionar
aquí si tenían o no motivos para hacer lo que hicieron. Solo diremos que Frank
no podía haber sabido  que el tanque
estaba frágil y que una simple palmada lo haría colapsar; y que a mateo le
arrancaron la confesión pasándole un cuchillo por la garganta. Recordemos
también que los malos son malos por merito propio, independientemente de la
actitud de los buenos. Así dadas las cosas, seria por lo menos injusto
acusarlos de culpables sin mas trámite. Lo notable es que, en los dos casos, el
aceleramiento de la catástrofe se produce por esos deslices, que provienen de
las mismas víctimas. Volvemos a la frase de Symns.
Que hayan facilitado el accionar de los malos catalizando
la catástrofe no los exime de ella. Frank, en una especie de ritual
purificador, se suicida metiéndose en el horno crematorio. Mateo es degollado
al instante de confesar y luego es rematado a tiros. 
 (Eran películas
llenas de muerte, pero esas dos eran las que mas me horrorizaban.
 El modesto
empleado público que clama por piedad, entrega información útil a sus captores,
y aun así, es degollado como un carnero. El mas inocente, el que no tenía
intenciones ni de pelear, el que gustosamente se hubiera hecho a un lado con
tal de evitar el conflicto, es cruelmente masacrado en primer plano. Esa imagen
me dolía. Me dejaba ver que no había códigos del lado de los malos, lo cual
incrementaba la sensación de asfixia. Los buenos podían llegar a ser
irresponsables, podían equivocarse, podían orillar la maldad, pero tenían algún
tipo de código.
La inmolación de Frank también me impresionaba pero por
otros motivos. Se metía, vivo, dentro del horno crematorio. Antes, se quitaba
el anillo, le daba un beso de despedida y lo dejaba a un lado. Luego entraba,
cerraba la puerta, y las llamas hacían el resto. Se quemaba vivo, porque no
quería convertirse en zombie, porque sabía que no tenía escapatoria. Era el
espantoso acto de libertad de un hombre espantosamente  condenado.)
Para terminar este devaneo y siguiendo con la cuestión
del destino, quiero volver al Luppi de aquellas películas de los años 80. En
otro párrafo hice una síntesis de sus destinos, quizás arbitraria, porque no
fueron los únicos papeles actorales que detentó en esa época. Pero si,
indudablemente, los mas emblemáticos. Dije que en todas las películas terminaba
mal. Ahora agrego una circunstancia. En todas, empieza confiando. Confiando en
los demás, confiando en el sistema, confiando en los enemigos. Y por confiar,
por creer que hay algún tipo de regulación universal que impide la injusticia gratuita,
es que termina mal. 
En “la Patagonia Rebelde”, el  integro gaucho Facón Grande no opone
resistencia a los militares ni se les escapa,  porque supone que no ha cometido crimen
alguno, y que ellos sabrán diferenciar un reclamo justo de un delito. Pero esos
hombres ni le hablan, solo lo llevan frente al pelotón de fusilamiento. ¡Así no se mata a un criollo!, atina a
decir antes de morir. No se indigna por la falta de clemencia. No se indigna por
que los enemigos no hayan cambiado de principios. Se indigna porque no tienen códigos.
En “plata dulce”, Bonifatti se deja llevar por sus deseos
de progreso individual, por las ganas de ser alguien y tener algo. Confía en Arteche,
que lo engaña aprovechándose de esos deseos quizás superficiales pero alejados
de la malicia. Por confiar termina involucrado en todas las estafas que ha
cometido su promotor. Le esperan años de cárcel para pagar por delitos que ni
sospechó que existían. Cuando lo vienen a arrestar no intenta huir, no niega
los hechos. Frente al segundo de Arteche, cómplice del latrocinio, le grita a
la policía: ¿me quieren llevar preso? De
acuerdo, vamos. ¡A el también llévenlo! Como Facón Grande, acepta su
destino con hidalguía, mientras los malos están a salvo.
En “El Arreglo”, Luis no está dispuesto a corromperse a
cambio de mejoras básicas para él y su familia. No quiere coimear al capataz de
la cuadrilla que está instalando el agua corriente para que le derive un caño a
su casa.  Confía en sus principios, cree
que apegándose a ellos va a tener, a su momento, la justa recompensa que el
karma universal devuelve. Confía en que a través de la honradez y  la decencia se lleva una vida mejor. Resiste
hasta lo imposible. Cuando acorralado por la presión  social y de su familia decide arreglar con el
capataz, el coimero lo insulta, se pelean y la policía lo lleva preso. El
sistema no funciona. La honradez y la decencia no sirven para nada. Cualquiera
es un señor, cualquiera es un ladrón, etc.
En “no habrá mas penas ni olvido”, ya lo vimos. Fuentes
empezó confiando en sus compañeros. Al mismo tiempo que Supino preparaba un
golpe de estado, él lo consideraba un amigo, al igual que a Llanos, el comisario
de policía, que no dudará en empuñar las armas para aniquilarlo. Confió también
en el intendente del partido, al que llama queriendo explicar que hay una
confusión.  Funes, como en otros casos,
no es escuchado.  Decide no confiar mas y
dar batalla. Pierde.
A diferencia de las otras películas, en “Tiempo de Revancha”,
precisamente, ocurre una pequeña revancha. Bengoa empieza confiando en el
sistema –en realidad, decide volver a acatarlo, porque ciertamente nunca había
confiado en él- Busca un trabajo para sobrevivir, decide no meterse en líos,
ser obediente, cumplir con sus jefes, hasta decide alquilar su otrora innegociable
ética a cambio de unos pesos. 
Pero, por suerte, pierde la confianza rápidamente cuando
se encuentra -como le advirtió su padre antes de morir- peor que antes: sin
plata ni perspectivas de tenerla, pero también  sin principios. Decide tomar revancha y gana.
El sistema no pierde, pero sufre una pequeña sacudida. 
No es casualidad que la única vez que Luppi gana, es la
única vez que decide no confiar.  Puede
tomar revancha porque entiende a tiempo que todo es una mentira. Ese Luppi,
lucido y atento, le gana a los malos porque no les pide nada, ni entendimiento
ni humanidad ni convenciones de guerra. Entonces, comprendemos que a  los 
malos se los puede vencer. Pero  a
un costo altísimo. Luppi deja jirones de su vida en la lucha. Luppi queda automutilado
en su combate contra el mal. El costo de destruir al otro es destruirse un poco
uno mismo.

 
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