miércoles, 29 de abril de 2015

Olmedo: reivindicación, rechazo y reivindicación otra vez (parte 1)


Cuatro asalariados cansados

Borges decía que un escritor (un artista) debe aprovechar todo lo que le es dado en beneficio de su obra. La desdicha, la enfermedad, las incomodidades de la pobreza, los “comunes casos de toda suerte humana” deben ser la materia de la creación artística.
Alberto Olmedo supo hacer esto.
Guiado por la intuición antes que por el estudio, creo una galería de personajes nacidos de su propio trayecto por la miseria. Los mas notables son aquellos que exhiben los  patetismos y arbitrariedades que sufre cualquier empleado en relación de dependencia.

Pérez es el oficinista de bigote cansado que para conseguir un ascenso no duda en cortejar a su jefe, e incluso renuncia a su calidad de vida y a la de su familia para lograr su objetivo. Hay en esto una paradoja irracional: Pérez le regala a su jefe los muebles, los electrodomésticos, la casa toda, a cambio de una prometida gerencia que nunca llega. El ascenso social le importa destruir su calidad de vida, aquella que quiere mejorar alcanzando el nuevo puesto ¿O es que Pérez tan solo quiere ser gerente para sentir el poder? -¿Cómo recibiría a unos empleados que le piden aumento? lo evalúa su jefe –¡Atrás! ¡atrás!,  ensaya Pérez su despotismo. El trabajo ya no es solo un medio de subsistencia, es una carrera por el poder, aunque este sea modesto y se limite a las paredes de una empresa. La clase media sabe de que se trata esto: la lucha por una especie de Lebensraum laboral, actuando incluso contra los compañeros de infortunio. La salida individual.

Pérez, gracias a olmedo, no es un hombre eufórico. Sus modales son mas bien los de un sujeto entregado, no solo ante el jefe, sino ante la propia esposa, que cuando se queja de las incomodidades recibe un conformista “y bueno, tené paciencia, siempre que llovió paro”. Es un acierto que Pérez, el oficinista de traje y corbata, en la intimidad de su hogar solo se quite el saco pero no la corbata para cubrirse con una manta al modo de los mendigos, y se caliente al fuego de un brasero colocado en el centro de su living: Pérez sabe que, en el fondo, mas allá de su cuello blanco, no es mas que un desharrapado transitoriamente a resguardo, un proletario prescindible como todos; y que su situación es tan voluble y tan frágil como la de cualquier trabajador. Pérez se arrastra miserablemente, sabe que ese es el juego, e íntimamente sabe que va a perder siempre.
Olmedo, como Pérez, había probado el sabor de la pobreza y entendido que lo que se gana hoy se pierde mañana. Sabía que de ayudante de carnicero podía pasar a obrero calificado en una imprenta, pero también, que podía descender a tiracables. Esa aceptación de la deriva constante se transmuta en la mirada cansina de Pérez, en el aplomo de sus palabras, en la mueca triste de su boca.

Varios escalones por debajo de Pérez esta Rogelio Roldan, el eterno cadete al servicio de un dictadorzuelo que hace las veces de jefe. En los primeros capítulos, el personaje interpretado por Vicente La Russa tenía acento y apellido nacional, pero en una sagaz vuelta de tuerca, le fue otorgado nombre y acento alemán, lo que desde luego lo hizo mas temible y despótico. Roldan, que también acata sin mas su destino de superexplotado, trabaja de 0 a 24, recibe un sueldo irrisoriamente bajo y es maltratado físicamente por su dictador-jefe. Como sucede con los líderes fascistas, Herr Holss no solo quiere que su empleaducho le tema, también quiere que lo admire: le cuenta estúpidos chistes y espera la risa complaciente de Roldan, cuya supervivencia entonces no solo será hija del obedecimiento sino también de la obsecuencia. Cuando Roldan, en un sollozo, le confiesa que por culpa de estar siempre en el trabajo su mujer ha conseguido otro padre para sus hijos, el dictador lo consuela diciéndole que debería sentirse contento de que otro hombre lo ayude en la casa: convencer al dominado de lo saludable que son las consecuencias de la dominación es otro rasgo de los totalitarismos.
El semblante de Roldan también es de un entregado que repite mecánicamente su denigrante rutina, pero a diferencia de Pérez, ni siquiera hace esfuerzos por cambiar de escalafón. Simplemente se deja apalear y cumple con su función, hasta el punto de tener una existencia mas acorde con lo vegetal que con lo humano.

De otro estilo distinto es la explotación del peón cordobés que asiste al contratista interpretado por Eddie Pequenino. También se trata de una relación entre un jefe despótico y un empleado sumiso, pero con un condimento xenófobo. El experto italiano habla sin parar y da explicaciones técnicas en un difuso cocoliche. Estamos en presencia del  típico “inyenieri” hijo de la posguerra. El ayudante provinciano, en cambio, permanece en el mutismo mas absoluto, y solo abre la boca para traducir, con la verba sintética del criollo, la larguísima perorata del industrioso itálico. Vemos aquí representada una de las herramientas mas utilizadas por los emigrantes de todo tipo: el silencio. Llegado a una provincia o a un país que no es el suyo, el trabajador humilde se parapeta en el ostracismo, temiendo abrir la boca y equivocarse en el idioma y en lo que opina, porque sabe, con lucidez y amargura, que está jugando de visitante, y que cualquier desliz se le cobrara con la expulsión del trabajo primero, y con la expulsión del país después. Se calla no porque no tiene nada que decir, sino porque lo que tiene para decir es mucho y es malo. Se trata de un doble yugo: ser trabajador y ser expatriado.

El cordobés de Olmedo, además de traducir, atina de vez en cuando a expresar su desdicha por el desarraigo. Cada vez que el italiano menciona a Córdoba, el peón llora por lo que perdió. El italiano lo consuela, porque no olvida que él también ha sido, una vez, un desarraigado. Pero ese recuerdo no le impide hacer ahora lo que antes hicieron con él. Cuando el cliente le pide que inicie las reparaciones del caso, él se enoja y con horror aclara que es contratista, y que el operario es el otro, lo que equivale a decir: “yo no me engraso mas las manos, ni cumplo mas órdenes. Ahora hago que otros se engrasen las manos cumpliendo las ordenes que yo les doy. Ahora soy patrón. Mis instrumentos son la persuasión, el verso, la labia para demostrar que proveo un servicio necesario”. Para rematar, mientras el dócil provinciano encara el trabajo, el contratista, en una confesión al cliente, dice: “estos cabecita negra complicano tuto”. El explotado se convirtió en explotador y lo exhibe como credencial que reafirma la aceptación del país que lo acogió.

Olmedo fue también un cabecita negra. Un rosarino pobre llegado a la capital, que buscaba su lugar en la televisión pero mientras tanto debía trabajar de empleado raso donde fuera,  pernoctar en deprimentes pensiones, comer poco y extrañar a su familia. Todo eso, sin embargo, no logro hacerle abandonar sus aspiraciones. Como el parco cordobés cuando descolgaba su bolso antes de empezar a trabajar, le hizo un corte de mangas a la adversidad.

Además del muestrario de trabajadores denigrados, tenemos en algunos sketchs de Olmedo ejemplos de otro tipo de miserias, aquellas que tienen que ver con la chapuza y la estafa.
El manosanta, por ejemplo, es un estafador de bajísima catadura moral, porque roba y abusa aprovechándose del sufrimiento ajeno y de la asimetría de poder que genera imponiéndose como una especie de semidiós sobre la tierra; reforzando sus propias destrezas con amuletos absurdos, escenografías patéticas y vestimentas ridículas. Se da en él una mixtura entre el empleado Pérez que quiere ganar ascensos y poder, y el contratista italiano que ha pasado de ser explotado a explotador: recordemos que los orígenes del manosanta hay que rastrearlos en Capeletti, un empleado de poca monta que es traicionado por su compañero de trabajo y echado por su jefe. Luego, intenta reinsertarse en el mundo laboral sin suerte, hasta que toma el atajo fácil: para dejar de ser un maltratado social, se convierte en maltratador profesional.
Otro ejemplo de miserabilidad es el dictador de Costa Pobre, que comanda un país brutalmente grotesco basándose en sus caprichos irracionales y en un poder omnímodo. Costa Pobre es un conglomerado de ridiculez y berreteada. Su ministro de educación es analfabeto, los trajes de los ministros oscilan entre el uniforme militar y la ropa de linyera, y el busto del prócer histórico mas importante tiene unas bananas a modo de peluca.


Todos estos logros de Olmedo conviven con otros sketchs donde hay altísimas dosis de homofobia, misoginia, cosificación de la mujer, jactancia del abuso de menores, relativización de la violencia de género y festejo del proxenetismo.
Una primera explicación puede remitirse a la época: ese humor no era mas retrogrado que la sociedad que lo pario. Todo lo que se avanzó después en cuanto a igualdad de género y libertades individuales era en ese entonces aún lejano. Recordemos que recién en 1987, época de oro del programa de Olmedo, se había podido aprobar la ley de divorcio vincular. Pero el contexto histórico no justifica aquellas barbaridades, solamente da una explicación tentativa al porqué de su utilización impune y recurrente. Todos esos recursos eran utilizables porque no estaban penalizados culturalmente tal como lo están hoy. La naturaleza humana es siempre la misma, pero los avances sociales hacen que la parte mas negativa de nosotros mismos tenga cada vez menos canales de expresión.
Los homosexuales eran representados estereotipadamente y de modo grotesco, ampuloso, desmedido. Esto puede justificarse concediendo que, en un programa de humor, todos los personajes tienden a ser caricaturas. Los jefes explotadores de los que hablamos también eran estereotipos llevados al extremo, al igual que los empleados explotados. Lo que no tiene justificación es la valoración peyorativa que se hacía de la homosexualidad. Casi siempre los gays eran personas que parecían querer imponer su orientación sexual  a los  heterosexuales de  modo persecutorio. Por eso, los “normales” escapaban aterrorizados de los gays como si fuesen vampiros. Cada vez que Borges aflautaba la voz y torcía la muñeca, Álvarez se tapaba como quien ve  a una persona resfriada estornudándole en la cara.

La mujer era, sin lugar a dudas, la que llevaba la peor parte. La actuación femenina en esos programas estaba limitada a lo ornamental, y en el mejor de los casos, a dar el pie para que las figuras principales –siempre hombres, por supuesto- hicieran su gracia. Los hombres para el humor y el carisma, y las mujeres para mostrar el culo y las tetas. Esa era la síntesis. Pensemos en lo alejado que esta eso de programas como los de Gasalla, Cha Cha Cha o Cualca, donde las chicas están en plena igualdad con los hombres para hacer reír. No es casual que mas de diez años después, cuando ya el género humorístico se había democratizado bastante, Hugo Sofovich insistiera con aquella formula sexista en “rompeportones” - con la tibia inclusión de Ana Acosta haciendo algún que otro numerito-. El lugar común que sostiene que las mujeres no son tan graciosas como los hombres es una falacia. Lo que hay –o lo que hubo- es un monopolio de los hombres en todas las actividades, incluso en la comedia. Las mujeres no pueden hacer chistes porque no las dejan.
Esa cosificación de la mujer en el funcionamiento del programa se daba también a nivel discursivo. Siempre el chiste hacia ellas tenía el mismo contenido, solo cambiaba la forma. En sus actuaciones, Olmedo no se cansaba de tratar a las mujeres como prostitutas a las que solo había que ponerle precio para acceder a sus vaginas. Todo eso condimentado con apoyadas, manoseos y tocadas de culo. En el sketch de Álvarez y Borges, Silvia Pérez era apoyada por Olmedo y Portales, al igual que Divina Gloria. En el sketch del manosanta, toda mujer apetecible que entraba a escena era santificada con el pene del curandero en los fondos del consultorio. Y así por el estilo.

Pero eso no era lo peor. Lo mas denigrante fueron los chistes basados en la trata de personas. Hoy parece increíble, pero se utilizaba como recurso humorístico el decir que Olmedo era un proxeneta. En un capítulo de Álvarez y Borges, por ejemplo, Olmedo recibe a varias chicas jóvenes y hermosas y les dice que vuelvan por la noche a su casa, para hacer unas pruebas de modelaje. Luego, Portales cita como al pasar una noticia en el diario sobre un prostíbulo abierto en la misma dirección de la casa de Olmedo. Las risas estallan, a todos les parece gracioso que Borges sea un delincuente encubierto.
La trata de personas implica secuestrar mujeres, mantenerlas cautivas, someterlas a torturas y  violaciones periódicas, y en muchos casos, finalmente aniquilarlas. Entonces, ¿a alguien le daría gracia un chiste en el cual se descubre que Olmedo, o quien sea, es en realidad miembro de un grupo de tareas y tiene varios desaparecidos en su haber? Es exactamente lo mismo.
Esa clase de humor no solo denota menosprecio por las víctimas y relativización de un delito gravísimo, sino también una profunda falta de creatividad. Se puede hacer humor con todo, pero toda gracia implica una toma de partido por el opresor o por la víctima. Esta clase de chistes, sin lugar a dudas, festejaba al victimario y se burlaba de los sufrientes.


Algunos párrafos atrás, sugerimos que Olmedo interpreto bien a los explotados laborales porque el mismo fue uno de ellos, y supo crear a partir de su propia historia. No podríamos sostener lo mismo para este aspecto que tratamos ahora. Las referencias biográficas sobre la vida personal de Olmedo no lo muestran como a un rígido patriarca  o un machista confeso que hacía con las mujeres lo mismo que sus personajes. Los que lo conocieron han contado que era un hombre cortes con el sexo opuesto, amable, incapaz de maltrato físico o psicológico. Terminados los sketchs donde proliferaban los manotazos y los simulacros de ahorcamiento, pedía perdón a sus actrices y se preocupaba por no haberlas dañado en serio.
En una comunidad artística en la que abundan los personajes conflictivos, Olmedo tiene el mérito de no haber sido manchado nunca por escándalos de ese tipo. Es difícil, sino imposible, encontrar un colega que hable mal de él, o alguien que revele alguna trapisonda de algún tipo en la que haya participado. No hay ningún hecho resonante en el que haya estado involucrado, a excepción quizás de la separación momentánea de Nancy herrera y el distanciamiento de Cacho Fontana por ese mismo motivo, pero es un suceso casi trivial si lo comparamos con los casos de actores que han sido denunciados por sus mujeres como golpeadores, o los que han frecuentado a las dictaduras de turno, o los que estuvieron enredados en estafas y corrupciones. El único escándalo público de Olmedo fue su propia muerte. Aparte de eso, su vida privada era sencilla y silenciosa. Se había recuperado con creces de su situación económica humilde, pero eso no le impidió vivir de manera muy poco ostentosa. En el cenit de su carrera, vivía en un departamento común y corriente del barrio sur de la capital, frecuentaba a los mismos amigos de sus épocas de pobre y comía en los mismos lugares de siempre.


sábado, 25 de abril de 2015

Dos derrotas: El regreso de los muertos vivos y No habrá mas penas ni olvido.




Ignacio Fuentes llama al intendente. Burt Wilson llama al ejército. Piden ayuda por el lado equivocado.

             
Se sabe que los niños son especialmente repetitivos en sus gustos. Cuando yo era chico, les pedía a mis padres que me alquilaran la misma película una y otra vez. Tenía algunas favoritas, casi como fetiches.  Naturalmente, la mayoría eran mediocres o francamente malas.
 Hablare de dos que, sin embargo,  tienen su interés. Ninguna de ellas estaba disponible en el videoclub del barrio, lo que las hacia aún más deseables. En aquellos años, la inexistencia de internet favorecía un lento y sinuoso recorrido entre el deseo y la concreción. Yo debía conformarme con esperar a que la exigua televisión de esos años se decidiese a emitir mis películas. La espera no tenía plazos.
 Cuando me enteraba de la inminente transmisión, contaba los minutos impacientemente, como si un acontecimiento capital estuviese por sucederme. Luego, me zambullía en la trama, y ni las ridículas pautas publicitarias de ese entonces lograban romper el hechizo del cine. Dos horas más tarde, emergía obnubilado como un buzo que sale del fondo del océano.
Esto me pasaba, a los 6 años, cuando veía “el regreso de los muertos vivos”.

Desde hace un tiempo que las historias de zombies abundan impunemente  en la pantalla. El tema se consolido como un sub genero dentro del ya de por si alicaído género de terror, que en cuarenta años apenas ha dado una docena de películas decentes. Hay que aclarar, sin embargo, que estos últimos intentos por reflotar a los muertos vivientes están lejos, muy lejos de las películas iniciales.
El año 1968, George Romero filmo la primera de todas, que resume con ojo crítico aquellos  años de muerte  y destrucción. Por citar algunas lindezas de la época, recordemos que la guerra de Vietnam estaba en su apogeo, y que los reclamos de las minorías raciales norteamericanas todavía eran perseguidos:  Malcom X y Luther King habían sido asesinados recientemente.
Por su parte, El amanecer de los muertos - de 1979, también de Romero- intentaba una satirización del consumo desenfrenado. A pesar de ciertas monotonías, son memorables las escenas que muestran a los zombies  girando sin sentido alrededor de las vidrieras y las góndolas de un shopping mall, como si fuesen consumidores en víspera de fin de año.
El buen cine de terror lleva siempre implícito algo mas: una crítica social, una advertencia hacia el uso descontrolado de cierta tecnología, una glosa lapidaria sobre la condición humana.
Recordemos esto para entender lo que viene.

La mejor versión, a mi entender, es aquella que yo esperaba impaciente sentado frente a la pantalla de un noblex de cinco canales en las postrimerías del alfonsinismo. Fue la primera que  no había nacido del creador del asunto. Dan O´ Bannon era un director de renombre cuando filmo  “el regreso de los muertos vivos” en 1984. Ya había hecho, a fines de los 70, otro buen ejemplo de cine de terror social: Alien - también como los muertos vivos, despedazada en sucesivas remakes y secuelas-.
La diferencia sustancial entre la versión del señor  O´Bannon  y las que hizo el señor Romero es que en estas nunca se explica por qué el mundo se llenó de zombies. Los muertos ya están allí cuando llegamos al cine. En cambio, “el regreso” es la primera  y única versión que da una explicación creativa y plausible al asunto.
 Resumamos. Allá por los años 60, la compañía química Darrow había diseñado una sustancia, que por error, se derramo en la morgue de un hospital, y provoco la resurrección de los muertos allí archivados. El ejercito de los Estados Unidos, que como sabemos tiene experiencia en la manipulación de cadáveres, fue allí, capturo a los muertos insubordinados y los metió en unos tambores de color verde oscuro parecidos a los tachos de basura que solía utilizar Manliba. Por un error administrativo, algunos de esos tachos fueron enviados a Uneeda, una distribuidora de productos médicos en Louisville, Kentucky, y a causa de la imprudencia del gerente del lugar, un tacho se abrió, la sustancia revivió a un muerto, hubo que atraparlo y hubo que destruirlo. Al dueño del establecimiento no se le ocurrió mejor idea que incinerarlo. La mala noticia es que el humo esparció la sustancia química por los alrededores. Y a lado del crematorio, como suele suceder, había un cementerio. De ahí en más la hecatombe.
Es decir: nada que ver con el sinsentido de “the walking dead”, mas que una serie, un videojuego cuyo único posible atractivo son las situaciones de peligro que los zombies le generan a los vivos de tanto en tanto. (Del conflicto humano no vale la pena rescatar nada, porque no lo hay: es puro ripio, desparramado  por ahí usando el mismo mecanismo disparador de curiosidad que toda la catarata de series actuales activan en el espectador cautivo, para que este sienta la compulsión de seguir el próximo capítulo “a ver que paso”)


Esa era una de mis películas favoritas. La otra era “no habrá mas penas ni olvido”. El libro de Soriano que da argumento a la película de Héctor Olivera,  resume en un solo día y en un pequeño pueblo perdido en la provincia de Buenos Aires lo que ocurrió en tres años en todo el país. De 1973 a 1976, a saber: el peronismo vuelve al poder después de 18 años de proscripción, el ala izquierda del movimiento es desplazada arteramente por la derecha peronista de las módicas posiciones gubernamentales que detenta legítimamente, la situación sube de voltaje, la izquierda resiste, la derecha golpea con los peores recursos de que dispone; el enfrentamiento mancha a todo el pueblo de sangre, mueren casi todos; y finalmente, el ejército llega para imponer la paz de los cementerios.
Desde luego, eso no resume  el conflicto de los años 70, pero si, básicamente,  la pelea entre  los extremos del movimiento peronista. Basta una sola, magistral imagen del film para sintetizarlo: uno de los militantes de izquierda muere gritando viva Peron, mientras es baleado por un paramilitar que grita viva Peron.

Ya sé, no tiene nada que ver con los muertos vivos. Pero sí. Tiene. Voy a explicar por qué.  Antes,  voy a decir lo que ambas películas me producían: me hacían sentir asediado, rodeado, sitiado  y aterrorizado. Hoy puedo entender por qué.

En primer lugar, el conflicto.

Ambas películas muestran el combate clásico, hasta maniqueo, del bien contra el mal. Los bandos en pugna son muy distintos entre sí. En un caso, los buenos están vivos y se defienden del ataque de los malos, que están muertos y no tienen ningún reparo en comérselos. En el otro caso, los buenos defienden su lugar  legítimamente ganado, atacados sorpresivamente por los malos, que se apoyan en el poder de las patotas, las torturas, los secuestros y el golpismo. Es cierto que en este caso, los buenos deben dejar su pasividad y defenderse también violentamente, pero no utilizan los mismos recursos horrorosos de los malos: ni la tortura, ni el golpismo, ni las patotas de matones. 
Acabamos de usar la palabra horroroso: es un calificativo que cuadra. En Louisville, los zombies son literalmente la muerte, los enemigos de la vida. Su aspecto es horrible. Son cadáveres putrefactos, mutilados, con sed de carne humana. En Colonia Vela, los malos, las patotas parapoliciales, también son horribles. Así es como los llamaba Miguel Bonasso en aquellos años: -“los horribles”. Porque no solo mataban enemigos. También los picaneaban, los violaban, los prendían fuego, los dinamitaban y los desaparecían. Y no tenían piedad ni atenuantes con nadie. El general José Millan-Astray ya se los había proclamado 50 años antes: ¡viva la muerte! Y Gabriel Ruiz de los Llanos, poeta  glosador de las masacres ultraderechistas, no se los dejaba olvidar:

“Que el fuego se confunda con los gritos, los gritos con la noche, la noche con el humo, el humo con el barrio, las llamas con las llamas.
Seamos el fuego.
El mundo sólo recuerda lo brutal y lo grande.
Seamos esa brutalidad y esa grandeza.”

Esa brutalidad y esa grandeza está clara en ambos casos. Es la que hace que los malos sean muy difíciles de vencer:  Funes resiste con media docena de aliados y un par de escopetas viejas frente a todo un destacamento policial, decenas de torturadores, los líderes de la CGT y el intendente del partido. Burt Wilson, sus empleados y amigos, y la pandilla de jóvenes punks que se parapeta en el depósito no están en mejor posición: cientos, sino miles de muertos los rodean, muertos que son indestructibles, frente a los cuales no pueden hacer nada.

La asimetría de fuerzas plantea el escenario. Los buenos saben que tienen todas las de perder. No les queda mas remedio que atrincherarse, resistir los ataques y evitar que los capturen. De aquí la sensación asfixiante que produce el asedio.  Tanto en la municipalidad de Colonia Vela, provincia de Buenos Aires, como en el depósito de artículos médicos de Louisville, Kentucky, el espectador esta sitiado.
No obstante, como los vivos no quieren ser devorados por los muertos, y  como los peronistas de la tendencia no quieren ser desplazados del gobierno, sobreviene  un combate a todo o nada. Los malos no tienen moral y los buenos solo tienen moral. Además, dijimos que los malos son extremadamente fuertes: El resultado no puede ser otro que  la destrucción total. La escena final del combate entre zombies y vivos muestra una nube de hongo formada por la bomba  que arrasa la ciudad. La escena final del combate peronista es un plano detalle de todos y cada uno de los muertos que quedaron tirados por ahí. Esta es una similitud amarga: en ninguno de los dos casos hay un final feliz. Los protagonistas con los que habíamos sentido empatía mueren. Los malos triunfan. Lo que dejan los finales de las películas es la idea de que no se puede vencer al mal.

(Yo, de chico, veía esto y no me gustaba. Mi paladar infantil no estaba acostumbrado a las derrotas. No quería creer que Burt Wilson, tan vivaz como era, había muerto. No quería aceptar la imagen de Funes –Luppi- muerto en la tortura.  Luppi siempre era el bueno en las películas de mi  niñez, y siempre perdía. En la Patagonia Rebelde era fusilado. En Tiempo de Revancha sobrevivía, pero se automutilaba la lengua, en una escena difícil de tragar para un niño de 6 años – ¿se murió después de eso? ¿Pudo volver a hablar?  Les preguntaba a mis padres, como buscando que me tranquilizaran o me mintieran sobre lo obvio de la situación-. En Plata Dulce, se dejaba engañar y terminaba preso por delitos que cometían otros. En El Arreglo, peor todavía. Luppi iba preso otra vez. Pero en esta, además, era pobre y era honrado.  Luppi tenía bigotes negros y pelo blanco, como mi papa en esos años. Luppi siempre era el héroe. Mi papa, -como pasa a esa edad- seguramente también era mi héroe. Y si los héroes perdían siempre,  a mí no me quedaba mas remedio que angustiarme por lo injusto que era el mundo)

 En las dos películas, el combate queda subsumido en otro hecho de violencia mayor, que lo anula y supera. Primero el combate entre horribles y resistentes. Esa es la trama, esas son las fuerzas en pugna. Pero al final de la historia aparece una fuerza superior a las otras dos, que las encapsula y las fagocita, como si fuera una mamuschka. Una fuerza que hasta ese momento estaba fuera de cuadro,  borrosa,  expectantemente pasiva, pero que cuando considera que los dos bandos hicieron mas de lo permitido, entra en acción, como una suerte de dios destructor.
 Esta entidad es el ejército.
 En Estados Unidos, cuando a los vivos el combate contra los zombies se les va de las manos y se vuelve inmanejable, la solución final que dispone el ejército es el aniquilamiento total. Tiran una bomba  sobre la zona afectada y listo. Los zombies no se salvan, pero tampoco los vivos. El coronel encargado del bombardeo reporta a su jefe: “no se preocupe, todo está bajo control. Las bajas han sido pocas, no más de 4000”. Los que inconscientemente abrieron el primer tambor y revivieron al primer cadáver han muerto. Los que lo cremaron queriendo solucionar el problema, murieron. También murieron los que ni siquiera estaban en el depósito. Tal como le hubiese gustado a Ibérico Saint Jean, han muerto hasta los indiferentes y los tibios.
En Argentina, cuando la luz del nuevo amanecer ilumina los despojos del combate, un vecino de Colonia Vela le comenta a otro: -“parece que viene el ejército”  – ¿el ejército? Dice con optimismo. - ¡entonces estamos salvados!  La película no muestra unimogs llegando por la ruta ni soldados tomando la ciudad, pero no hace falta. Eso ya lo mostro la realidad. El dios destructor apareció, disfrazándose de salvador. Su accionar tuvo el mismo resultado que la bomba sobre Louisville. La mamuschka estaba cerrada.

No podemos dejar de tocar, llegados a este punto, un asunto incómodo.  Dijimos que los malos se diferenciaban de los buenos porque usaban otros métodos y tenían otros objetivos. Dijimos también que la violencia final que barre con todo es infinitamente mas profunda, ilimitada y sanguinaria (mas aséptica, también: es un tipo apretando un botón que activa una bomba, o un sistema represivo organizado burocráticamente). Con lo cual, no podemos equiparar a todos con todos.
Utilizamos la metáfora de una mamuschka para describir a la violencia fortísima del ejército, que encapsulaba a las violencias iniciales de la trama. Como todos sabemos, la característica de una mamuschka es que todas las muñecas que la componen tienen la misma forma, por eso pueden caber unas dentro de otras.  Entonces, tenemos que reconocer que  algo del orden de los buenos debe parecerse, en algún punto, al orden de los malos. Es amargo hacer ese descubrimiento.
   Subrayemos: no son todos iguales. No es lo mismo la violencia defensiva que la violencia del atacante, no son iguales las responsabilidades de los que deben cuidar a la población, que las responsabilidades de la población misma. Pero si los que se defienden  deciden jugar el juego, llega un punto en el cual no hay retorno.  Burt Wilson quería solucionar el problema del cadáver suelto. Sin quererlo provoco que mil muertos mas salieran de sus tumbas. Ignacio fuentes quería defender sus ideales atacados por la violencia del poder. Sin quererlo alimento una espiral de violencia cada vez mas lacerante. En ambos casos sucede que termina ganando el que pega mas fuerte. Y antes dijimos que la fuerza numérica estaba del lado del mal.
¿Había otra alternativa? ¿Wilson hubiera podido avisar al ejército antes, cuando se escapó el primer cadáver? ¿Fuentes hubiera podido renunciar y resistir en la clandestinidad,  haciendo política en vez de agarrarse a los tiros? ¿Las cosas hubiesen resultado menos cruentas de esta manera? No se sabe. No importa. Salieron mal. Muy mal.
Enrique Symns observo que,  muchas veces,  nunca se juzga la participación de la víctima en su propia destrucción.



En segundo lugar, el tiempo.

 Antes de comenzar, ambas películas nos advierten que estamos en presencia de hechos reales, que de verdad ocurrieron. “El regreso de los muertos vivos” abre con una placa que dice: “los eventos reproducidos en este film son reales. Los nombres son nombres reales de personas existentes y organizaciones existentes”.  En “no habrá mas penas ni olvido”,  lo mismo: “la acción transcurre en una indeterminada provincia argentina durante el otoño del 74”. Por lo general las películas empiezan con un cartel que dice todo lo contrario: “los nombres han sido cambiados”, “esto está basado en hechos reales” (con lo cual se entiende tácitamente que la película está por fuera de esa realidad), etc. Acá no.  La ficción quiere avisarnos que no es ficción. Quiere rebalsar la pantalla. Sentimos miedo.
El transcurso de la historia, en las dos películas, va del día a la noche; de la vida a la muerte. No por repetitiva la semejanza deja de ser efectiva. Es de día cuando en Colonia Vela aún no ha sonado un tiro  y don Ignacio Fuentes es todavía un amable delegado municipal. Es de día en Louisville cuando los empleados de Uneeda bromean y trabajan, y los muertos bien muertos siguen estando.
Pero a medida que llega la noche, el conflicto se va urdiendo; y cuanto mas tarde se hace, mas sangre corre. El primer tiroteo entre Fuentes y la policía es a la hora de la siesta,  y comparado con lo que vendrá es un cortés intercambio de balas entre las risas de los combatientes. Con la proximidad del ocaso llegan los refuerzos parapoliciales y  el nuevo enfrentamiento, que trae el primer punto de no retorno: la primera víctima. Ya no hay motivos de risa. En Louisville, lo mismo: ya ha oscurecido cuando Burt Wilson regresa al depósito para tratar de resolver el problema que le han creado sus dos empleados.  En rigor de verdad, solo vemos la luz del día al inicio de la película, cuando la mayor parte de los protagonistas todavía no han llegado al lugar donde serán exterminados. Toda la demencial catástrofe posterior se da exclusivamente de noche. La noche es el territorio de los muertos. 

Adentrados en ese territorio negro, es interesante mencionar que la lluvia, en los dos relatos, marca un punto de giro fatal. Cuando empieza a llover sobre Louisville, los muertos del cementerio salen de sus tumbas. El efecto destructivo se multiplica. Cuando empieza a llover sobre Colonia Vela, los líderes de la resistencia son capturados y el movimiento es neutralizado. La lluvia, que por lo general en la simbología cinematográfica se asocia con el agua, la purificación y lo divino, en este caso simboliza lo nefasto, el diluvio.  El inicio del final.
Dijimos que el camino de las historias iba desde el día –vida- hasta la noche –muerte-. Y después de la noche, vuelve el día, pero ya no es el mismo. Es un nuevo comienzo del ciclo, sí. Pero auspiciado por el dios destructor.  El amanecer de Louisville es un amanecer nuclear: la bomba que tira el ejército  viene con el sol naciente. Los militares que se acercan a Colonia Vela, también se acercan de mañana. Parafraseando a Crucis, en ese corto amanecer,  el criminal comenzaba el show de la violación.


Los horribles atacan.

Por último, los líderes.
Ya los hemos mencionado y algo hemos explicado sobre ellos.  Notemos una cosa: los dos se han convertido en líderes impulsados por las circunstancias. Antes de que estallara el conflicto, es decir, durante el día, eran dos hombres ubicados por encima de los otros en la jerarquía laboral, pero estaban lejos del liderazgo activo. Burt Wilson (Clu Gulager) es el dueño del depósito donde ocurre todo. Es el jefe. Ignacio Fuentes (Federico Luppi) es el delegado municipal de Colonia Vela. Es el poder ejecutivo del pueblo, así que de alguna manera también es el jefe. Cuando aún no son mas que eso, se los ve distendidos, amables. Burt Wilson, antes de irse del trabajo, bromea con sus empleados, les sugiere que no demoren el fin de la jornada, les desea feliz 4 de Julio. Ignacio Fuentes, en su despacho, saluda amablemente a una empleada que se retira, conversa con el secretario, muestra una sonrisa franca. Observemos una cosa: ambos están vestidos, por ahora, “de oficina”: pantalón de vestir, camisa y corbata. 
Cuando se produce la transformación de jefe a líder, cambian la actitud. Abandonan la distensión y la amabilidad. Dan órdenes y hacen que los demás obedezcan. Imponen autoridad. Son consultados por los otros.  Observemos algo más: cuando se produce esta transformación, cambian de vestuario. Vemos a Burt Wilson irse de camisa y corbata, con el saco en la mano. Vemos a Ignacio Fuentes de camisa y corbata, todavía en su escritorio. Luego, el cadáver se escapa del tambor. Luego, el golpe de estado comienza.  A partir de ese hecho, tanto Wilson como Fuentes hacen lo mismo que hace Batman cuando pasa de millonario a superhéroe: cambian de hábito. Se ponen algo que los diferencie, que indique que son otros, y que están dispuestos a entrar en acción.
Entonces, Clu Gulager y Federico Luppi se ponen una campera.
 Una campera sencilla, color crema, de puños con elástico y cierre relámpago. Una campera por encima de sus ropas de rutina, de sus ropas de civiles, porque a diferencia de Batman ellos no son superhéroes, son apenas hombres, entonces no corresponde que se cambien del todo. Cada uno parapetado en su trinchera que mas tarde se cerrara como una trampa, comandando las fuerzas a sus órdenes, con el uniforme de la resistencia.
La campera es un tema en sí mismo. Allá por los años 50, en un mundo lleno de sacos, fue un icono de la rebeldía juvenil. Recordemos a Elvis. Recordemos a Sandro, que decía que cuando se ponía saco se portaba como si tuviese campera y cuando se ponía campera, como si tuviese saco.
Recordemos también, en otro orden de cosas, a Ubaldini, otro líder, sindical en este caso, popularmente reconocido por la campera casi arremangada y a medio cerrar.  Una imagen icónica, que después otros sindicalistas intentaron copiar, como si teniendo el amuleto adecuado se adquiriese el mismo poder de congregación - Moyano intento con los chalecos, De Gennaro con las chombas-

(En los años 80, y en mi pequeño mundo infantil, usar campera me parecía un acto de afirmación personal.  Puede que haya que atribuirlo a la influencia de estas dos películas. Yo me ponía una campera tipo Adidas. No era color crema, era azul, pero tenía cierre relámpago y puño con elástico. Con eso me bastaba para revelarme contra el ridículo delantal a cuadrille que me imponía el jardín de infantes.)

Después de los líderes, que por supuesto mueren, mencionemos a sus seguidores. En especial, a los más próximos: a sus lugartenientes, por así llamarlos.
En el caso de Burt Wilson, tenemos a Frank, el gerente del depósito. En el caso de Ignacio Fuentes, tenemos a Mateo Guastavino, su moroso secretario. Ambos, Frank y Mateo, son fieles al jefe, están movidos por buenas intenciones y parecen personas confiables. A pesar de ello, cometen un acto que ayuda a catalizar el desastre. Frank es el que, por hacerse el bromista, libera al primer muerto vivo. Mateo, por su parte, confiesa a sus captores que al contrario de lo que ellos suponen, Fuentes está vivo. No interesa cuestionar aquí si tenían o no motivos para hacer lo que hicieron. Solo diremos que Frank no podía haber sabido  que el tanque estaba frágil y que una simple palmada lo haría colapsar; y que a mateo le arrancaron la confesión pasándole un cuchillo por la garganta. Recordemos también que los malos son malos por merito propio, independientemente de la actitud de los buenos. Así dadas las cosas, seria por lo menos injusto acusarlos de culpables sin mas trámite. Lo notable es que, en los dos casos, el aceleramiento de la catástrofe se produce por esos deslices, que provienen de las mismas víctimas. Volvemos a la frase de Symns.
Que hayan facilitado el accionar de los malos catalizando la catástrofe no los exime de ella. Frank, en una especie de ritual purificador, se suicida metiéndose en el horno crematorio. Mateo es degollado al instante de confesar y luego es rematado a tiros.


 (Eran películas llenas de muerte, pero esas dos eran las que mas me horrorizaban.
 El modesto empleado público que clama por piedad, entrega información útil a sus captores, y aun así, es degollado como un carnero. El mas inocente, el que no tenía intenciones ni de pelear, el que gustosamente se hubiera hecho a un lado con tal de evitar el conflicto, es cruelmente masacrado en primer plano. Esa imagen me dolía. Me dejaba ver que no había códigos del lado de los malos, lo cual incrementaba la sensación de asfixia. Los buenos podían llegar a ser irresponsables, podían equivocarse, podían orillar la maldad, pero tenían algún tipo de código.

La inmolación de Frank también me impresionaba pero por otros motivos. Se metía, vivo, dentro del horno crematorio. Antes, se quitaba el anillo, le daba un beso de despedida y lo dejaba a un lado. Luego entraba, cerraba la puerta, y las llamas hacían el resto. Se quemaba vivo, porque no quería convertirse en zombie, porque sabía que no tenía escapatoria. Era el espantoso acto de libertad de un hombre espantosamente  condenado.)


Para terminar este devaneo y siguiendo con la cuestión del destino, quiero volver al Luppi de aquellas películas de los años 80. En otro párrafo hice una síntesis de sus destinos, quizás arbitraria, porque no fueron los únicos papeles actorales que detentó en esa época. Pero si, indudablemente, los mas emblemáticos. Dije que en todas las películas terminaba mal. Ahora agrego una circunstancia. En todas, empieza confiando. Confiando en los demás, confiando en el sistema, confiando en los enemigos. Y por confiar, por creer que hay algún tipo de regulación universal que impide la injusticia gratuita, es que termina mal.
En “la Patagonia Rebelde”, el  integro gaucho Facón Grande no opone resistencia a los militares ni se les escapa,  porque supone que no ha cometido crimen alguno, y que ellos sabrán diferenciar un reclamo justo de un delito. Pero esos hombres ni le hablan, solo lo llevan frente al pelotón de fusilamiento. ¡Así no se mata a un criollo!, atina a decir antes de morir. No se indigna por la falta de clemencia. No se indigna por que los enemigos no hayan cambiado de principios. Se indigna porque no tienen códigos.
En “plata dulce”, Bonifatti se deja llevar por sus deseos de progreso individual, por las ganas de ser alguien y tener algo. Confía en Arteche, que lo engaña aprovechándose de esos deseos quizás superficiales pero alejados de la malicia. Por confiar termina involucrado en todas las estafas que ha cometido su promotor. Le esperan años de cárcel para pagar por delitos que ni sospechó que existían. Cuando lo vienen a arrestar no intenta huir, no niega los hechos. Frente al segundo de Arteche, cómplice del latrocinio, le grita a la policía: ¿me quieren llevar preso? De acuerdo, vamos. ¡A el también llévenlo! Como Facón Grande, acepta su destino con hidalguía, mientras los malos están a salvo.
En “El Arreglo”, Luis no está dispuesto a corromperse a cambio de mejoras básicas para él y su familia. No quiere coimear al capataz de la cuadrilla que está instalando el agua corriente para que le derive un caño a su casa.  Confía en sus principios, cree que apegándose a ellos va a tener, a su momento, la justa recompensa que el karma universal devuelve. Confía en que a través de la honradez y  la decencia se lleva una vida mejor. Resiste hasta lo imposible. Cuando acorralado por la presión  social y de su familia decide arreglar con el capataz, el coimero lo insulta, se pelean y la policía lo lleva preso. El sistema no funciona. La honradez y la decencia no sirven para nada. Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón, etc.
En “no habrá mas penas ni olvido”, ya lo vimos. Fuentes empezó confiando en sus compañeros. Al mismo tiempo que Supino preparaba un golpe de estado, él lo consideraba un amigo, al igual que a Llanos, el comisario de policía, que no dudará en empuñar las armas para aniquilarlo. Confió también en el intendente del partido, al que llama queriendo explicar que hay una confusión.  Funes, como en otros casos, no es escuchado.  Decide no confiar mas y dar batalla. Pierde.
A diferencia de las otras películas, en “Tiempo de Revancha”, precisamente, ocurre una pequeña revancha. Bengoa empieza confiando en el sistema –en realidad, decide volver a acatarlo, porque ciertamente nunca había confiado en él- Busca un trabajo para sobrevivir, decide no meterse en líos, ser obediente, cumplir con sus jefes, hasta decide alquilar su otrora innegociable ética a cambio de unos pesos.
Pero, por suerte, pierde la confianza rápidamente cuando se encuentra -como le advirtió su padre antes de morir- peor que antes: sin plata ni perspectivas de tenerla, pero también  sin principios. Decide tomar revancha y gana. El sistema no pierde, pero sufre una pequeña sacudida.

No es casualidad que la única vez que Luppi gana, es la única vez que decide no confiar.  Puede tomar revancha porque entiende a tiempo que todo es una mentira. Ese Luppi, lucido y atento, le gana a los malos porque no les pide nada, ni entendimiento ni humanidad ni convenciones de guerra. Entonces, comprendemos que a  los  malos se los puede vencer. Pero  a un costo altísimo. Luppi deja jirones de su vida en la lucha. Luppi queda automutilado en su combate contra el mal. El costo de destruir al otro es destruirse un poco uno mismo.